miércoles, 30 de noviembre de 2011

crisis de 1929 interpretaciones

Delfaud, Gérard, Guillaume, Lesourd

NUEVA HISTORIA ECONÓMICA MUNDIAL

Las interpretaciones de la crisis

Las diversas explicaciones de la crisis que se han propuesto son de muy diferentes inspiraciones. Mientras algunos privilegian o aíslan los factores económicos, incluso los financieros, otros enfocan la crisis como una transformación global de la sociedad.

1. Las interpretaciones globales

Si las esquematizamos, podemos reducirlas a dos versiones: la liberal, que habla de la crisis cíclica, y la marxista, que sostiene la tesis de la transformación inexorable del capitalismo.

El análisis marxista tradicional, tal como puede expresarse en el Manual de Economía Política de la Academia de Ciencias de la U.R.S.S., habla de una «descomposición» del capitalismo. En el siglo XX, el capitalismo sólo sobrevive por el imperialismo. El imperialismo encuentra obstáculos y límites cada vez más difíciles de superar. La burguesía sólo salva provisionalmente su sistema llevando adelante la guerra extranjera y la guerra social contra el proletariado y el campesinado, lo que la lleva a preferir las dictaduras fascistas a los regímenes liberales. La guerra extranjera sólo es portadora de ruina para el capitalismo, amenazado desde el interior por antagonismos sociales que su actitud social exacerba. Así pues, la visión marxista tradicional del mundo liberal es apocalíptica. Al considerar la guerra como una consecuencia inexorable de la crisis, esta visión puede seducir con un aparente rigor. Sin embargo, en último término, quienes resultaron vencidos en la experiencia no fueron precisamente las democracias liberales, lo que prueba, por lo menos, que la «descomposición» no estaba tan avanzada como se creía.

El pensamiento liberal clásico ve la crisis como una crisis cíclica, es decir, un período ciertamente doloroso, pero inevitable, de readaptación del aparato productivo a las necesidades, particularmente con la eliminación de las empresas marginales, inadaptadas al mercado o mal administradas. Lo que la concepción liberal clásica no consigue explicar es la duración de la crisis, el que ésta no haya tenido el efecto de benéfica depuración que podía esperarse de ella.

2. ¿Superproducción o subconsumo?

Tanto desde la perspectiva marxista como desde la liberal, se ha tratado de explicar la crisis sobre la base de los errores cometidos en el curso del decenio anterior. Se mezcla el análisis económico con preocupaciones morales, y es así como no se tardó en calificar a aquella época como la de «los años locos», debido a una cierta exuberancia en las costumbres y una gran efervescencia intelectual, y cómo profetas como Paúl Valéry la consideraban atacada de una crisis de civilización.

En consecuencia, apenas terminada la guerra, la humanidad se habría encontrado presa del demonio del progreso, y Europa habría reivindicado el lugar que había tenido en el pasado, mientras que los mundos extraeuropeos habrían ocupado los mercados, todo lo cual dio origen a una superproducción absoluta, a un sobrepasarse a las necesidades de los hombres. Esta visión lleva consigo una condenación moral del hombre. Volvemos a encontrar la antigua desconfianza, de inspiración cristiana, respecto de la técnica y de la ciencia, entremezclada con un cierto optimismo, que se expresaba más o menos diciendo que el hombre sólo es provisionalmente víctima de sus propios éxitos, y que con la ayuda de Dios se librará de esta nefasta ansiedad de bienes materiales. El marxismo afina este análisis para afirmar que la superproducción es artificial y que sólo se debe a la desigualdad de recursos. El responsable de ello es el capitalismo, que, en su persecución del máximo beneficio, reduce al trabajador al mínimo vital, lo cual limita su consumo. No hay superproducción, sino subconsumo, porque el sistema dominante es incapaz de satisfacer las necesidades de todos los hombres, porque se apoya en la injusticia. Además, la clase dirigente no está en condiciones de utilizar adecuadamente su superabundancia de recursos, y, antes que realizar inversiones útiles, cuya urgencia no advierte porque tiene todas sus propias necesidades satisfechas, especula para acrecentar el beneficio. El egoísmo de clase conduce, pues, a la ceguera total. Que la burguesía sea su propio enterrador es algo conocido.

Cada una de estas dos explicaciones tiene su parte de verdad, por cierto. En todo caso, son extraordinariamente importantes, pues habrán de inspirar las políticas posteriores, ya fueran éstas de limitaciones a la producción, ya lo fueran de esfuerzos para llegar a una distribución menos desigual de los ingresos. Sin embargo, como lo mostró J. Neré, las cifras no dan testimonio, durante los años veinte, de este exuberante crecimiento de la producción que supone la teoría de la superproducción. Esta teoría ha quedado sensiblemente debilitada por la constante aceleración del crecimiento, sin crisis importante, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. Por otra parte, lo que caracteriza a los años veinte no es la desigualdad de los ingresos, sino un alza generalizada del nivel de vida, al menos ^n las sociedades industriales. ¿Cómo explicar, entonces, aún admitiendo que una desigualdad muy grande sea un peligro económico. que en 1930 lo que provocó la crisis fue la desigualdad capitalista?

3. ¿Desequilibrios estructurales o accidente?

Preguntarse por las causas o la naturaleza profunda de la crisis no impide en absoluto estudiar detenidamente sus mecanismos y su funcionamiento. La cuestión fundamental es la siguiente: ¿la crisis financiera es consecuencia de una crisis económica latente, o es el origen de esta crisis? La cronología no aporta casi elementos para responder a esta pregunta. Es verdad que en 1927 la expansión norteamericana sufrió una desaceleración, pero no hay ningún ejemplo de crecimiento sin oscilaciones. En 1927 se comprueba una cierta declinación de la actividad industrial norteamericana, que cae de un índice de 126 en junio, a uno de 117 en octubre. Los contemporáneos no experimentaron inquietud alguna, y el optimismo del presidente Hoover, que se hizo célebre, expresaba un sentimiento muy extendido, incluso entre especialistas, tales como los de la Harvard Economic Society, citados por Galbraith, que, en noviembre de 1929, declaraba: «Una crisis severa, como la del 20-21, está fuera de toda probabilidad. No estamos en la víspera de una liquidación prolongada».

Queda, pues, la crisis financiera. ¿Se ha ido más lejos que Galbraith, al comprobar que no se sabe nada acerca de las razones de la locura especulativa de 1928-1929? En realidad, se pone en tela de juicio el sistema financiero internacional, cuya pieza clave es el Federal Reserve Board norteamericano. Los ingleses son categóricos. El mundo ha pagado en 1930 la ruptura de su unidad financiera, que hasta 1913 le estaba asegurada por la preeminencia de la libra. A un centro regulador único siguieron las plazas rivales de Londres, Nueva York y París. Mientras que antes de 1913, Londres estimaba prudentemente las inversiones a largo plazo, después de la guerra las colocaciones eran meramente especulativas, y los capitales erráticos. Además, París y Londres, al acumular las primeras reservas de oro, y al negarse la segunda a convertir las variaciones del stock de oro en regulador del mercado, quebraron los mecanismos del Gold Exchange Standard.

A esta requisitoria, los norteamericanos oponen una severa crítica a las pretensiones del Reino Unido, en 1925, de recuperar su preeminencia financiera. El regreso a la paridad de 1913 superaba los medios de que disponía Gran Bretaña. Convertida en un país caro, ahuyenta a los capitales, lo que provoca el viaje a Nueva York del gobernador del Banco de Inglaterra, Montagu Norman, del alemán Hjalmar Schacht y del francés Charles Rist. Todos ellos solicitan a las autoridades norteamericanas, y lo consiguen, que bajen sus tasas de descuentos, realizando compras en el open market; medidas que, al desviar el ahorro de las inversiones industriales norteamericanas, cuyo rendimiento sería más débil, habrían podido orientar los capitales hacia Europa. En realidad, son los capitales que alimentaron la especulación bursátil, y Estados Unidos fue víctima de su actitud de solidaridad con Europa. La crisis no se debió a que no cumplieran con el papel internacional que les correspondía, sino que, solicitados por Europa, los Estados Unidos sacrificaron sus intereses propios.

Por lo tanto, sólo hay acuerdo en un punto: la desorganización, como resultado de la guerra, del mercado financiero mundial, cuyas consecuencias son «la orgía especulativa» y, al término de ésta, el desastre.

También se ha puesto en tela de juicio el progreso técnico. Algunos economistas, resucitando los antiguos temores que a comienzos del siglo XIX dieran lugar al luddismo, volvieron a pensar que el progreso técnico era necesariamente generador de paro, y que el paro no era, en consecuencia, indicador de una crisis aguda, sino síntoma de un mal de las sociedades industriales, destinado a convertirse en crónico. Por lo tanto, había que encontrarle remedios bajo la forma de seguros, pero sin esperar una curación imposible.

Lo que se encuentra en ciertas tomas de posición sindicales es un eco de tales inquietudes. Así, la C.G.T.U. francesa, en su congreso de 1929, declara:

Es necesario decir con toda sinceridad que tenemos que estar contra el desarrollo de la técnica moderna en régimen capitalista, contra la introducción de máquinas de gran rendimiento, que se vuelven contra los trabajadores y sus condiciones de vida.

Este es el núcleo de lo que más tarde se llamará desempleo tecnológico. Un último esquema, para finalizar, puede llamar la atención: el del malthusianismo, que propone Alfred Sauvy. Para este autor la crisis sólo se prolonga en los países que han limitado deliberadamente sus producciones, como Francia y Estados Unidos. Éstos, lejos de haber cedido a una locura de la expansión durante la década del veinte, quebraron deliberadamente su ritmo de progreso, adoptando medidas malthusianas, entre las cuales la más significativa es el freno a la inmigración. Se trata de una explicación global, atractiva en tanto global, pero tan alejada de la observación de los hechos como las otras.

Cuando se reflexiona acerca de la naturaleza de la crisis se termina, naturalmente, en la consideración de la posibilidad de su repetición. . El análisis marxista concluye lógicamente que sólo se trata de un aplazamiento. Un economista liberal, como J. K. Galbraith, pone el acento, por el contrario, en una evolución de las estructuras económicas y sociales que limita el riesgo. Se ha igualado la distribución de la renta. La legislación puso orden en la organización de las sociedades, especialmente de las financieras. El sistema bancario es más coherente y está dotado de mecanismos de seguro mutuo. El desarrollo del sector terciario ha aumentado la proporción de los asalariados cuyos ingresos son poco susceptibles de fluctuaciones coyunturales. Por último, dice Galbraith, el análisis económico ha progresado considerablemente. La sociedad liberal, ahora menos frágil, estaría mejor armada para enfrentar dificultades comparables a las de los años treinta.

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LA RENOVACIÓN DEL PENSAMIENTO ECONÓMICO:

ANÁLISIS CLÁSICO Y ANÁLISIS KEYNESIANO

El pensamiento económico de los años treinta está dominado por el nombre John Maynard Keynes, cuya importancia se ha comparado muchas veces con la de Karl Marx. Sin embargo, Keynes no fue comprendido inmediatamente. Sus ideas chocaron con el sistema del pensamiento liberal clásico, de gran coherencia, que se había edificado en un siglo y medio, a partir de las premisas que planteara Adam Smith.

Las justificaciones del «laissez-faire» según el análisis clásico

Keynesianos y marxistas tienen en común el haber ridiculizado la actitud liberal clásica, cuya indigencia de pensamiento parece haberse hecho evidente con motivo de la gran depresión. ¿Quién no se burló de un presidente Hoover cuando declaraba, con total inoportunidad, hay que reconocerlo, que en 1929-1930 «la prosperidad estaba a la vuelta de la esquina»? Después de la ola arrasadora del keynesianismo, algunos, reagrupados sobre todo en la Escuela de Chicago, alrededor de Milton Friedman, se atreven a pensar nuevamente que no hay por qué rechazar la teoría clásica en bloque, y hoy es menos seguro que ayer que el pensamiento keynesiano sea la última palabra del pensamiento económico liberal o neoliberal.

1. La ley de Say

Uno de los axiomas del pensamiento liberal es la ley de Say, que lleva el nombre del economista francés que la formuló en 1803. Es muy simple y postula que «la oferta crea la demanda». M. Stewart la explícita en estos términos:

El proceso de fabricación de un bien destinado a ser vendido en el mercado genera la creación de una renta, gracias a la cual ese bien puede ser comprado. En efecto, el precio final de un bien es sencillamente igual al coste de los materiales y de la mano de obra empleados para fabricarlo, a lo que viene a agregarse el beneficio del empresario. Dicho de otra manera, al participar en la producción de un bien, el proveedor de materiales, el trabajador y el capitalista, los tres, han ganado todo el dinero necesario para comprarlo.

Lo que es cierto para un bien, lo es también para la producción global, y la idea misma de superproducción es, pues, un absurdo. Que las sumas ganadas sean parcialmente extraídas del consumo a través del ahorro no constituye ninguna objeción, pues el ahorro alimenta la inversión y, en consecuencia, la compra de los bienes de equipamiento.

2. La teoría de la crisis

Si bien es absurda la idea de que la superproducción engendre una depresión duradera, lo cierto es que las crisis existen. El pensamiento liberal propone una teoría de crisis cíclicas. Tales crisis se manifiestan en una sucesión de fases ascendentes de la producción, del empleo, del salario, del beneficio y de los precios, a lo largo de cuatro o cinco años, y de fases descendentes. En la fase descendente la incitación a realizar nuevas inversiones se debilita, ya que no se emplea íntegramente el equipamiento que ya existe. Esta caída de la inversión restringe la demanda de crédito, de donde resulta una disminución de la tasa de interés. Cuando ésta es suficiente, vuelve a resultar rentable tomar en préstamo para invertir. La evolución de otros factores de producción también desempeña un papel. Cuando su coste baja, los industriales ven cómo disminuyen sus precios de coste, lo que les abre mercados nuevamente. El progreso técnico también interviene, bajando los costes o proponiendo nuevos productos. La fase de baja crea, pues, las condiciones de la recuperación. La crisis es cíclica, en la medida en que siempre hay retorno a una situación de equilibrio; las dificultades son momentáneas; acompañan los esfuerzos de readaptación.

3. La condena de los bloqueos

En el fondo del análisis liberal existe la convicción de que las leyes del mercado generan los mecanismos reguladores, que permiten una constante adaptación de la oferta y de la demanda. Por lo tanto, todo bloqueo es condenable. El bloqueo pueden producirlo aliados sociales. La patronal puede falsear el mercado alterando su estructura competitiva por medio de acuerdos monopolistas. Entonces, obstaculiza la evolución de los precios. La baja de precios que amplía el mercado, es uno de los factores de la recuperación. La mano de obra, organizada en sindicato, también puede bloquear el mecanismo, al negar toda adaptación de los salarios en la fase descendente del ciclo. Por ultimo, el Estado puede romper los resortes del ciclo, bien con una política fiscal que obstaculice la inversión, bien con un manejo intempestivo de la tasa de interés. En el siglo XIX los liberales eran partidarios de un absoluto laissez-faire y sólo reconocían al Estado un papel de vigilancia. Las autoridades tenían que vigilar que los actores sociales respetaran las leyes naturales del mercado. En el siglo XX los liberales admiten que el Estado pueda atenuar la amplitud de las variaciones, mediante una política de business cycle. En 1930 los teóricos ya no siguen sosteniendo, pues, la completa abstención del Estadolo que resulta entonces muy difícil de concebir—, sino que le solicitan una gran prudencia. Toda política económica supone una previa concertación con los responsables económicos; por respeto a la lógica de tal sistema de pensamiento, la primera medida que toma el presidente Hoover en otoño de 1929 es la de reunir a los principales industriales, dirigentes sindicales y otras personalidades económicas. Tampoco hay nada de asombroso, ni de escandaloso en que al término de la primera conferencia de este tipo, el 21 de noviembre de 1929, se haya decidido esperar y dejar correr los acontecimientos.

Las nuevas ideas y el análisis keynesiano

Tal es el prestigio de Keynes que, por simplificación, se tiende a atribuirle la paternidad de ideas que ya estaban muy difundidas en su época. El peligro estriba en que se exagera su influencia con desprecio de toda lógica, puesto que su obra maestra, La teoría general del empleo, del interés y de la moneda, data de 1936.

1. La concepción empírica del poder adquisitivo

Desde el siglo XIX los economistas relacionan el nivel de producción con la capacidad de consumo del conjunto de la población. En los años veinte Henry Ford justificaba su política de salarios altos en la necesidad de convertir a sus propios obreros en clientes. La idea de la importancia del poder adquisitivo se precisa durante la crisis, en la medida en que se pone el acento sobre la necesidad de acrecentar las pequeñas rentas. En 1933, un economista francés, R. Mossé, escribe:

Es necesario comparar el empleo de [las rentas] que los capitalistas o los empresarios hacían anteriormente, y el empleo que los asalariados harán de sus ingresos. Los primeros atesoran, ahorran, invierten y acrecientan un aparato productivo ya enorme; los últimos, por el contrario, se apresuran en gastar, en consumir, para satisfacer sus necesidades inmediatas.

De acuerdo con este análisis, es indudable que hay que elevar el poder adquisitivo popular. En Francia, el Partido Socialista convierte esta idea en el fondo de su doctrina económica, como lo declara León Blum en 1935: Hay un partido que, desde hace ya años, ha sometido a la Cámara, en todas las ocasiones, una política coherente, tendiente a hacer bajar los precios, no por la acción sobre los medios monetarios, sino a través del acrecentamiento de la demanda y de los mercados, a través de la estimulación de la actividad económica, a través del crecimiento continuo del poder adquisitivo.

Así, mientras que «la acción sobre los medios monetarios» (entiéndase devaluación) sólo es un artificio ineficaz, que no consigue otra cosa que enmascarar el egoísmo de la clase poseedora, para León Blum es necesario obtener que esa clase admita una distribución menos desigual de los ingresos.

También en los países anglosajones esta teoría del poder adquisitivo tiene profundos ecos, aunque sin las mismas consecuencias políticas. En 1930 la encontramos en Gran Bretaña, expresada en el Tratado de la moneda, de Keynes o en las obras de su colega de Cambridge, D. H. Robertson. En Estados Unidos la adoptan los «coyunturalistas», es decir, aquéllos que creen más en una acción directa sobre la coyuntura que en una reforma de estructuras del aparato productivo. Entre ellos, Foster insistía en la necesidad de «volver a cebar la bomba», esto es, darles un nuevo poder adquisitivo a los desempleados y a los desheredados. Para Robertson, lo mismo que para Foster, y, por supuesto, también para Keynes, uno de los medios de elevar el poder adquisitivo es aumentar los gastos del Estado, lanzar grandes obras, aún al precio de un déficit presupuestario.

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